El monje tenía hartos a los aristócratas porque había adquirido un poder para nada merecido con sus falsas curaciones y sus supuestas predicciones, más falsas aún si cabe.
Rasputín llegó a nombrar a miembros del Gobierno y su influencia sobre la zarina, y a través de ella sobre el propio zar, era tal que en la corte rusa no movían un dedo sin que Rasputín tuviera algo que decir.
La noche del 31 de diciembre de 1916 los aristócratas decidieron tenderle una emboscada disfrazada de cena agradable en San Petesburgo. En la comida destinada al monje pusieron suficiente cianuro para tumbar a un elefante; pero a un elefante, no a Rasputín. Por lo visto, el cianuro pierde bastante efecto (cuando no todo) si se combina con alcohol y como el monje acabó con un nivel de alcohol en sangre que habría dejado pasmados a los de la Guardia Civil, el cianuro perdió el efecto mortal que tenía en un principio. El Príncipe Yusupov, cansado de esperar a que Rasputín cayera envenenado, sacó su pistola y le disparó al corazón. Sin embargo, es bastante difícil acertar al corazón, y la bala debió pasar rozándolo porque el monje salió huyendo. Ya con las formas perdidas, los aristócratas le persiguieron a tiros por las calles de San Petesburgo. Cuando al fin cayó le molieron a palos (o con lo que tuvieran) y luego lo arrojaron a las gélidas aguas del río Neva.
Es increíble, pero cuando rescataron el cuerpo y le hicieron la autopsia vieron que en sus pulmones había agua, o sea que no murió ni envenenado, ni por un disparo, ni apaleado, ni congelado; sino ahogado. (Entre todos lo mataron y él solito se murió).